Muchas familias llegan al país buscando dar continuidad al tratamiento de cáncer que sus hijos perdieron en sus países de origen.
“Si bien no podemos manejar las condicionantes biológicas de la enfermedad, sí podemos contribuir realizando intervenciones que mejoren las condiciones de vida de grupos específicos como los migrantes”, cuenta Alejandra Carreño, antropóloga social e investigadora de la Universidad del Desarrollo.
Un problema que suele perderse en medio de las discusiones sobre el aumento de flujos migratorios, es qué ocurre con el cáncer y la inmigración. Si bien casi no existen estadísticas que permitan hacer una radiografía consolidada sobre esto, sí hay entre quienes investigan el tema algunas certezas que ayudan a facilitar su comprensión.
Una de las más relevantes es que buscar tratamientos de cáncer puede ser un motivo tan poderoso para emigrar como lo es la búsqueda de mejores horizontes económicos. Este tema fue abordado en la charla “Migración y cáncer infanto-juvenil”, en el marco del Primer Congreso Internacional de Cáncer Infanto-Juvenil, organizado por Fundación Nuestros Hijos que se llevó a cabo en junio recién pasado.
“Hemos visto que muchas familias extranjeras llegan a Chile buscando tratamientos oncológicos para sus niños, para así poder dar continuidad al tratamiento que recibían en sus países y que ya no están garantizados por las crisis sociales o políticas que viven”, dice Alejandra Carreño, antropóloga social e investigadora de la Universidad del Desarrollo, una de las expositoras de la charla.
Ante ese escenario, las barreras que enfrentan los inmigrantes para acceder a tratamientos se convierten en una amenaza para su salud. Estas barreras tienen que ver, principalmente, con la obtención de RUT, con no poder tomar un seguro médico y encontrarse con un sistema de salud desconocido.
“Si a eso sumamos que en general estos niños pertenecen a familias de escasos recursos y que sufren una descalificación laboral al no poder trabajar en lo mismo que en sus países de origen, sus posibilidades de financiar un tratamiento al cáncer se reduce considerablemente”, agrega Carreño.
Otra arista que se trató en la charla tiene relación con que los migrantes suelen estar más expuestos a condiciones poco salubres y peligrosas. “En su trayectoria migratoria o en los lugares donde finalmente se asientan, estos niños viven en situación de extrema precariedad, expuestos a tóxicos como pesticidas, como es el caso de los hijos de temporeros en la agricultura. A largo plazo, ellos tendrán mayores probabilidades de padecer cáncer que los niños nativos”, afirma la antropóloga.
Para Carreño, la divulgación de estas realidades emergentes permitirá a los profesionales de la salud incorporar nuevos aprendizajes sobre interculturalidad en su quehacer diario con pacientes con cáncer: “El desafío hoy pasa por dar mayor visibilidad a la situación de la niñez migrante, ya que, según cifras de Unicef, hay alrededor de 7 millones de niños migrantes en Latinoamérica”.
“Como sociedad debemos mirar la migración como un fenómeno que afecta a personas en todo el ciclo de vida, incluyendo niños y adultos mayores. Y si bien no podemos manejar las condicionantes biológicas de la enfermedad, sí podemos contribuir realizando intervenciones que mejoren las condiciones de vida de grupos específicos como los migrantes”, agrega la investigadora.