Cada enero, Santiago se llena de vida. Santiago a Mil se toma la ciudad con una fuerza única: llena las calles, las plazas, los teatros, y con ello, nuestras mentes y corazones. Durante estas semanas, el arte se convierte en el protagonista, desbordando de color y energía las calles y los espacios públicos. No es solo un festival, sino una tradición cultural que, por décadas, ha dejado una huella profunda en la identidad chilena. En ese corto tiempo, la ciudad parece transformarse, volverse más abierta, más expansiva, más conectada con una energía creativa que, a veces, puede parecer lejana en el resto del año.

Lo fascinante de Santiago a Mil es que no solo se queda en la capital. A lo largo y ancho de Chile, el arte se hace presente en una forma que pocas veces ocurre en otros países. Desde el norte hasta el sur, en las ciudades más grandes y en los pueblos más pequeños, se siente ese aire vibrante que nos invita a ser parte de un momento colectivo de creatividad. Enero, entonces, se convierte en un mes de celebración cultural, una oportunidad para desconectarnos de la rutina y adentrarnos en nuevas formas de pensar, sentir y vivir.

Pero, ¿qué sucede cuando la fiesta termina? Porque, inevitablemente, llega ese momento en el que las luces se apagan, las calles se vacían, y la rutina vuelve a ocupar su lugar. El entusiasmo se disipa, y con ello parece desvanecerse también esa sensación de estar viviendo en un país culturalmente vivo, expansivo y lleno de posibilidades. En su lugar, surge una atmósfera más gris, más conformista, más enfocada en lo inmediato y lo cotidiano. Y la pregunta aparece casi de manera inevitable: ¿fue enero solo un espejismo?

Lo que Santiago a Mil ha logrado durante todos estos años es, sin duda, notable. El esfuerzo detrás de esta fiesta cultural es titánico. Miles de personas – artistas, productores, técnicos, gestores, espectadores – se entregan con pasión a una causa común: la de hacer del arte algo accesible, algo que nos conecte con nosotros mismos y con los demás. La experiencia de asistir a sus funciones, de ser parte de sus presentaciones, se ha convertido en un acto casi ritual, una afirmación de que, como sociedad, podemos ser más de lo que somos. Es un recordatorio de que sí tenemos el potencial para ser un país culturalmente vibrante.

Pero el verdadero reto viene después. Cuando se apagan los reflectores y se cierran las cortinas, ¿qué queda? ¿Es suficiente con un mes de creatividad y reflexión? ¿Por qué no podemos tener más de eso durante el resto del año? ¿Por qué, al volver a la “realidad”, parece que volvemos a una versión más pequeña, más cerrada, de nosotros mismos?

Lo que Santiago a Mil nos ha mostrado es que el arte no debe ser una excepción. No debería haber un solo mes al año donde sintamos que la cultura es tan claramente posible. La cultura debe ser un motor constante, que nos impulse a vivir de manera más reflexiva, más creativa, más abierta. Es difícil no sentir que, cuando nos entregamos al arte y la imaginación, algo se transforma. Nos transforma.

Y aunque es evidente la enorme importancia de Santiago a Mil como un evento anual, tampoco podemos conformarnos con que solo en enero nos sintamos conectados con nuestra mejor versión. La cultura no debe ser un lujo ni una rareza, ni un breve destello que desaparece con el último aplauso. Debe ser una parte integral de nuestra vida diaria. Exijamos más arte, más expresión, más reflexión durante los otros meses del año. Porque, al final, si algo nos ha demostrado esta fiesta cultural, es que podemos hacer mucho más de lo que creemos.

Así que, sí, Viva el espíritu de Santiago a Mil todo el año. La Muñeca Gigante nunca se ha ido realmente de nuestras calles… sólo hay que volver a mirarla, volver a mirarnos. Que la creatividad y la cultura sean el “pan de cada día” para todos.

Marcelo Ferrari, decano Facultad de Comunicaciones UNIACC