Por: Paulina Bobadilla, Directora de Casa de los Niños del Colegio Epullay , con 30 años de trayectoria, y uno de los más prestigiosos en el aprendizaje basado en la filosofía Montessori.
A veces, los adultos creemos que somos nosotros a quienes enseñamos, guiamos, modelamos. Pero cuando nos abrimos de verdad a observar a los niños, con atención, sin la prisa de corregir o dirigir, sucede algo profundo: ellos nos transforman.
En estos más de 30 años de experiencia como educadora en el enfoque Montessori, ha sido testigo de innumerables momentos en los que los niños, simplemente siendo ellos, nos muestran otro modo de estar en el mundo. Y no hablo sólo como guía o director, sino como ser humano.
Porque en Montessori no vemos a los niños como recipientes vacíos que hay que llenar, sino como seres completos, llenos de sabiduría, capaces de enseñarnos si tan solo aprendemos a mirar con otros ojos.
Un niño que explora una hoja con concentración absoluta, que se toma el tiempo para ver cómo cae una gota de agua o se sirve con cuidado un vaso desde una jarra, nos da una lección de atención plena.
Su autenticidad, su capacidad de asombro, su conexión con el presente, nos recuerdan lo que muchas veces hemos olvidado en la adultez: la maravilla de estar aquí y ahora.
Mirarlos con respeto nos enseña a soltar el control, a confiar, a escuchar de verdad. Son maestros silenciosos que nos invitan a una forma de ser más lenta, más verdadera, más humana.
Recuerdo con particular emoción el testimonio de una madre que participó en uno de nuestros talleres Montessori. Tenía una hija de tres años, muy sensata, que solía hacer berrinches cada mañana al momento de vestirse. En medio de la rutina acelerada, ella intentaba resolverlo rápido: imponía, apuraba, se frustraba.
Pero un día decidió probar algo distinto. Respiró profundamente, observó a su hija y simplemente le ofreció dos opciones para elegir su ropa. La niña tardó más de diez minutos en decidir. Pero no hubo gritos. Se vistió sola y sonriendo con orgullo. La madre lloró.
Me dijo: “Ese día entendí que no era mi hija la impaciente, era yo. Ella solo necesitaba tiempo, y yo necesitaba aprender a distinto mirar. Desde ese día, nuestras mañanas cambiaron. No son perfectas, pero son nuestras”.
Historias como esta nos atención revelan que observar a un niño con y amor, sin ideas preconcebidas, no solo nos ayuda a comprender su mundo, sino también el nuestro.
Es un espejo que nos devuelve preguntas esenciales: ¿por qué apuro tanto?, ¿por qué me cuesta soltar?, ¿qué estoy necesitando aprender de mí?
Por eso es tan importante que los adultos estemos dispuestos a desaprender ciertas creencias con las que fuimos educados.
Frases como “el adulto siempre sabe más”, “los niños deben obedecer sin cuestionar”, o “hay que corregir todo de inmediato” ya no sirven a la infancia de hoy. Muchas veces, incluso, entorpecen su desarrollo natural y nos alejan de un vínculo auténtico.
El enfoque Montessori nos invita a soltar esos mandatos para construir una nueva forma de acompañar. Nos enseña que educar no es moldear, sino acompañar. Y para eso se necesita humildad: reconocer que no lo sabemos todo, que podemos aprender de nuestros propios hijos, que también estamos creciendo junto a ellos.
“Desaprender” es una forma de liberarnos. De expectativas rígidas, de juicios automáticos, de culpas heredadas. Y cuando el adulto se transforma, el vínculo también lo hace.
Educar con una mirada más consciente no significa hacerlo perfecto. Significa hacerlo con intención, con escucha y, sobre todo, con amor.
Porque al final del día, los niños no necesitan adultos perfectos. Necesitan adultos presentes, dispuestos a mirar distinto.